Quizá por influencia de Bécquer, siempre he sentido un vínculo sutil y estacional con las golondrinas. Este se reforzó en el instituto, cuando leímos en inglés (plano) "The Happy Prince", un relato de Oscar Wilde que cuenta la peligrosa relación de una golondrina con la estatua de un príncipe. Ahí debajo hay todo un mensaje subliminal sobre la situación socio-sexual del autor.
No soy ornitólogo, ni siquiera ornitófilo, pero hace poco, tras un reportaje de la BBC, fui plenamente consciente de algo que todos sabemos superficialmente: las golondrinas migran cada año desde Nigeria hasta mi balcón, donde sus nidos vuelven a colgar. Cruzan el Sáhara y se paran a beber en un oasis donde el sol ha concentrado el agua hasta el punto de hacerla venenosa. Por suerte, un ejército de moscas sí puede beberla y filtrar sus tóxicos. Así que las golondrinas se las comen y ya de camino se hidratan. Podemos decir, pues, que las golondrinas beben moscas.
Justo al lado de mi ventana hay tres nidos. Todavía están vacíos, pero ayer, mientras miraba distraído el atardecer, vi pasar a una de ellas, una avanzadilla de sus hermanas, que vendrán a ayudarnos contra moscas y mosquitos estivales. Son innmigrantes incomprendidas, cuyos nidos derriban pintores o albañiles y cuyas heces nos molestan al caer sobre nuestros geranios. Pero, como todos los inmigrantes, vienen por algo y para algo. Huyen del infierno de África y nos ayudan a dormir sin las ventanas cerradas ni repelentes electroquímicos.
Dice el adagio que una golondrina no hace verano, pero esta exploradora nos asegura que el ciclo continúa. Poetas y cuentistas del futuro tendrán a su disposición este símbolo fugaz, una superviviente que nos ayuda a sobrevivir.