Debido a su timbre grave, decían que Leonard Cohen tenía voz de ultratumba. Para más guasa azarosa grave es tumba en inglés. Y para rematar el chiste su voz nos llega póstumamente desde ultratumba con Thanks for the dance, un disco compuesto por canciones que sobraron del majestuoso You want it darker. Su hijo Adam se ha encargado de rematar la petición que le hizo el cantautor canadiense en los días finales de su vida. Otro atractivo añadido es que se incluye una versión de "La casada infiel" de Lorca, "The night of Santiago", poema que convirtió en un blues mi amigo el cantautor Eduardo Retamero cuando perpetrábamos canciones muy discutibles a principio de los ochenta con el ya extinto grupo Talycual.
El último tema de este álbum se titula "Listen to the hummignbird" y me parece la despedida perfecta de un hombre que practicó el zen durante años. Son versos simples, intensos, profundos, casi tres haikus filosóficos y humildes, en los que mezcla la naturaleza y la divinidad, lo cercano y lo trascendente, como hicieron Issa, Basho o Buson. Al menos es lo que a mí me ha parecido.
Escucha al colibrí
Escucha al colibrí
cuyas alas no puedes ver.
Escucha al colibrí;
no me escuches a mí.
Escucha a la mariposa,
cuya vida no llega a tres días.
Escucha a la mariposa
no me escuches a mí.
Escucha la mente de Dios,
que no necesita existir.
Escucha la mente de Dios;
no me escuches a mí.
Una de las instrucciones de seguridad que se dan en los aviones siempre me pareció un poco extraña. Normalmente va acompañada de un vídeo una animación en la que se ve a una madre con su hijo/a. El texto viene a decir que la madre debe colocarse su mascarilla de oxígeno antes de ponérsela a su vástago. En esos momentos siempre me imagino los instintos maternales saltando y mandando un mensaje, algo así como: "Ja, que te lo has creído. Yo aguanto la respiración un ratito y le pongo la mascarilla antes a mi hijo. ¿Qué tipo de inahumanos desaprensivos son estos técnicos en seguridad?". La verdad es que la razón para dar esa recomendación contra natura es obvia: si te asfixias tú, no podrás ponerle la mascarilla a tu hijo, ergo ambos moriréis.
Este es un asunto ético-pragmático que se puede extender a las religiones. Algún que otro clérigo cristiano airado (desconocedor contumaz de otros credos) va por ahí predicando en YouTube que el budismo y todas esas creencias orientalizantes son egoístas porque anteponen la salvación o iluminación propias a las de los semejantes. Lo primero que parece desconocer este hombre de Dios es que el propio cristianismo es una religión oriental que se coló en el sistema límbico del imperio y triunfó, una vez despojada de judaísmo por el caedizo Saúl de Tarso. Después olvida que Buda, una vez conseguida la iluminación, se dedicó a procurársela a los demás. ¿Cómo iba a hacerlo si no la había experimentado él mismo en sus, por entonces, escasas carnes? Y lo mismo hizo el propio san Pablo, que primero vio la luz desde las patas de su caballo y luego intentó difundirla entre los demás a base de viajes y epístolas (palabras viajeras). Y qué decir de nuestros místicos, que se encerraban en celdas en noches oscuras y a base de penitencias y oraciones veían a Dios y se quedaban "entre las azucenas olvidado"(s). Más tarde, ya repuestos del éxtasis, se tiraban a la calle y a los pucheros de la monjas (Santa Teresa dixit) a proponer sus técnicas e ideas para mejorar la Iglesia y el mundo, con el consiguiente mosqueo de la Iglesia, que en el caso de San Juan de la Cruz, le costó la cárcel.
En otras palabras, todos estos líderes religiosos primero se pusieron la mascarilla y luego se la intentaron poner a los demás, sin que nadie los tildara de egoístas.
En su libro Preguntas a un maestro zen, Taisen Deshimaru lo explica mejor que yo:
"PREGUNTA:
¿No es egoísta la búsqueda personal de la liberación comparada con la búsqueda de la liberación colectiva?
RESPUESTA:
Las dos son necesarias. Si no puedo resolver mi problema, no puedo ayudar a los demás a resolver los suyos. (...)
Los occidentales siempre quieren ayudar a los demás. Los católicos también quieren ayudar a los demás para su propia salvación, para su propio bien. El Mahayana también quiere ayudar a los demás, pero antes debemos comprendernos a nosotros mismos".
Ayer por la tarde decidimos entrar en un minúsculo local del barrio para huir de la ola de calor. Se trata de apenas una barra con diez o doce taburetes. La decoración es escasa: una postal de París y una torre Eiffel a su lado. La música de jazz y el aire acondicionado provocaban una cambio brutal con el exterior. En dos pasos parecía que habíamos entrado en el mismísimo cielo. La carta también era escueta. Pedimos un café con hielo y un ginger-ale. La camarera, cocinera y (supongo) dueña se dispuso a hacer el café. Sacó un paquete de grano, midió la cantidad y la insertó en una maquina para molerlo. Puso agua a calentar en una cafetera. Dispuso un filtro de papel en una cafetera de cristal. Con un poco de agua caliente la lavó por dentro. Luego comenzó a verter el agua con parsimonia, como haciendo dibujos concéntricos sobre el café molido. Creo que estaba distribuyendo el agua para que cogiera el sabor de todo el café depositado. Por último, lo echó todo en un vaso con hielo y lo acompañó con dos pequeñas jarritas, poco más que que un dedal, una con leche y otra con sirope transparente. Total, casi diez minutos para completar el proceso de hacer un café.
Muchas veces leo por ahí que el zen, tan conocido fuera de Japón por intelectuales y artistas desde los años sesenta sobre todo, no es seguido por gran parte de la población. Hay más creyentes de otras ramas del budismo, como la Tierra Pura o Nichiren. Dejemos de lado el extraño porcentaje según el cual aproximadamente el 80% de los japoneses se considera sintoísta, el 70 %, budista y el 10%, no creyente. El asunto es que el zen ha infundido en la manera de estar y de trabajar de los japoneses. No soy el primero que lo dice. Ahí está el libro de Suzuki, El zen y la cultura japonesa. De todo lo que supone el zen, en esta ocasión se aprecia claramente la concentración en las tareas cotidianas, en el aquí y ahora, del que tanto habla el famoso mindfulness. Reza una parábola zen (cito de memoria) que un estudiante iba buscando a un gran maestro en cierto templo perdido en los bosques. De camino encontró a un viejo cortando leña. Le preguntó por el maestro y este le respondió: "Mira mi hacha, ¡qué afilada está!" Y lo amenazó como para agredirlo. El muchacho salió por piernas y llegó por fin al monasterio. Preguntó por el gran maestro zen y alguien le dijo: "Está en el campo cortando leña". Lo que estaba haciendo en ese momento era lo más importante para él y quiso enseñarle, a la manera brusca del zen antiguo, que todo lo demás carecía de importancia. Otro maestro decía cuando le preguntaban por la sabiduría zen: "Cuando tengo que comer como; cuando tengo que dormir, duermo". A lo que se podría añadir: "Cuando hay que hacer un café café, se hace".
La historia está llena de momentos cruciales (casualidades, traiciones, caídas de caballos...) que cambiaron el curso de los acontecimientos. En la vida personal también los hay.
Es cierto lo que dicen muchos sabios: que todo es un flujo indefinido de tendencias, movimientos sociales, características psicológicas... Pero no menos verdad es que si, por poner un caso, el chófer de archiduque de Austria-Hungría no se hubiera equivocado de calle en Sarajevo, lo mismo el famoso atentado no se hubiera producido y se podrían haber evitado las dos guerras mundiales. Nunca se sabe. No creo que esos dos grandes conflictos fueran el colofón inexorable de un destino ineludible. No quiero creerlo.
Un caso memorable de momento de cambio, de iluminación, de satori (como lo llaman en el zen) es el que cuenta Haruki Murakami. Estaba en un partido de béisbol y en medio de una jugada entendió que tenía que escribir una novela. Más tarde ahondó en el descubrimiento y resultó que era un novelista, no el dueño de un bar de jazz en Tokio.
En la vida de cada cual hay satoris de todo tipo e intensidad. Unas veces descubrimos en una sonrisa una traición, en una noticia, la solución a un problema; en el reflejo de un charco, un recuerdo que nos conduce a la depresión; en el sabor de una magdalena, la decisión que no queríamos tomar. El zen trabaja mucho este concepto y sus apólogos están llenos de repentinas iluminaciones, que llegan tras un golpe, una frase, un pájaro que canta a lo lejos... Muchos haikus son el rastro de pequeñas iluminaciones que el poeta vierte en diecisiete sílabas con la esperanza de que otros se transformen momentáneamente:
Canta el pequeño cuco
precisamente hoy
que no hay nadie.
Ayer en clase, explicando a Miguel Hernández, les conté a las alumnas (para dos alumnos que hay generalizo con el femenino) que leyendo la "Elegía a Ramón Sijé" sufrí una especie de iluminación "de piedras, rayos y hachas estridentes". Luego vinieron más satoris y personas/satoris y casualidades... y acabé con un puñado de versos publicados por ahí. Quizá si no me hubiera topado con ese poema en precisamente ese momento, ahora sería médico, novelista, cura o pertiguista. Nunca se sabe. Por suerte.
Un poco por casualidad otro poco por el calor que hace, acabó en mis manos este librito (Esto es agua) de David Foster Wallace, el malogrado novelista norteamericano. Digo librito por no decir discurso, que es lo que es en realidad. Lo dio en la graduación de la Universidad de Kenyon en 2005 y es una magnífica reflexión divulgativa sobre cómo afrontar los sinsabores de la vida.
El enfoque, en mi modesta opinión, es bastante zen, o budista, o místico casi. Coloca al público ante un supuesto cotidiano, un atasco y una aglomeración en un centro comercial tras una larga jornada de trabajo: "Tendréis el poder real de experimentar una situación masificada, calurosa y lenta del tipo infierno consumista como algo no solo lleno de sentido, sino también sagrado, que arde con la misma fuerza que ilumina las estrellas: la compasión, el amor, la unidad de todas las cosas bajo su superficie", porque para él ese es "el verdadero valor de una verdadera educación, que no pasa por las notas ni los títulos y sí en gran medida por la simple conciencia: la conciencia de que algo es tan real y tan esencial, y que está tan oculto delante de nuestras narices y por todas partes, que nos vemos obligados a recordarnos a nosotros mismos una y otra vez: "Esto es agua"".