De origamis, volcanes y reencuentros

Volcán Sakurajima visto desde una playa de Kagoshima a finales de agosto de 2019.
Volcán Sakurajima visto desde una playa de Kagoshima a finales de agosto de 2019.

Ha pasado algo más de un verano desde la última entrada del blog.  Cosas que pasan.  Nada grave.  El poder reparador del silencio del que tanto, paradójicamente, se habla y tan poco se practica.  No quiero decir que haya estado en una cámara insonorizada durante casi tres meses.  Al contrario.  He ido dos veces a Japón (imaginen esos motores surcando el cielo de Siberia), he paseado por las laderas del volcán Sakurajima (que está justo ahora un poco cabreado), he visitado el epicentro de la bomba y el lugar de los mártires cristianos de Nagasaki (a los que dedicó Lope de Vega una obra), he visto los primeros arces rojo del otoño de Minoh, he votado hace un rato, he incrementado mi nivel de responsabilidad en el trabajo, me ha dado por pintar digitalmente (me encanta la expresión "me ha dado", tiene tanto de involuntario y arrebatador)...

 

Así que esta entrada cumple lo que los semiólogos llaman la función fática del lenguaje, o sea, usar las palabras tan solo para decir al interlocutor que la comunicación se mantiene.  Frases como "¿se me escucha?", "te estoy entendiendo", "dígame", etc. son ejemplos de esto que digo.

 

Pero ya que estamos en faena, usaré también la función referencial porque me apetece contar una anécdota que viví ayer en el aeropuerto de Osaka.  Por los altavoces anunciaron que ya podíamos ponernos en cola los viajeros del grupo 5, el último en entrar.  No había prisa. Nos esperaban casi doce horas de Osaka a Ámsterdam y tendríamos tiempo de sobra para hartarnos de estar dentro del avión.  La cuestión es que en un momento dado fui a incorporarme a la fila que se estaba formando.  En ese momento casi tropecé una pareja de ancianos japoneses y los dejé pasar.  Dije: "dozo" y ellos sonrieron por la cortesía y por hablarles en japonés.  Pues bien, unos segundos más tarde el hombre se volvió hacia mí y me regaló un pequeño y espectacular origami de un pavo real diciéndome: "Arigato".  He vivido muchos ejemplos de la educación y la amabilidad japonesa, pero este último, ocurrido justo antes de abandonar el país, tiene un regusto especial no sé si simbólico, sentimental o lo que sea.  

 

Yo por mi parte he hecho esta mañana mi origami simplón con la papeleta del congreso.  No es para dar las gracias.  Las gracias nos la tienen que dar a los ciudadanos quienes no se ponen de acuerdo, ni tienen pinta de ponerse.  Más bien se parece a las grullas de Sadako Sasaki, hibakusha o superviviente de la bomba de Hiroshima, una plegaria para la curación de la leucemia provocada por la lluvia negra que siguió a la detonación y que más tarde se transformó en petición por la paz mundial.  Así espero que mi humilde pliegue sirva, junto con el de otros muchos y muchas para que este país de santos, mártires, héroes, pícaros y futbolistas acabe teniendo un gobierno.  Y que a mí me guste, claro.