Himnos

Ayer a las ocho, en medio del aplauso unánime a los servicios sanitarios, se coló un himno, palabra de origen griego que originariamente designaba un cántico  coral entonado en honor a los dioses y que luego derivó en animador espiritual de grupos humanos como países, regiones, clubes deportivos o instituciones educativas.  En España tenemos uno anómalo porque carece de letra, así que no se puede cantar, sino escuchar y tararear. Compartimos esta peculiaridad con Bosnia-Herzegovina y Kosovo, que yo sepa.

 

El de anoche era el de un cuerpo del ejército español, famoso por su cabra, sus pechos descubiertos y su arrojo en el combate contra las aguerridas y salvajes tropas del norte de África.  Su letra, que habla de relaciones amorosas con La de la Guadaña, la considero poco apropiada para estos días, pero allá cada cual con lo que entona.  Cuando lo oí, pensé que el disyoquei se había equivocado de pandemia y creyó que estábamos ante un caso de legionella, pero al final lo entendí como una especie de alabanza al valor y la resistencia de los españoles frente a una invasión o ataque foráneo, al que vencerán los anticuerpos españoles, según palabras de un político.

 

Otros días ha sonado esa canción tan española que compuso el belga Leo Caerts y cantó con gran éxito el esposo almeriense de la alemana Anita Marx: "Que viva España".

 

En otro bloque cercano alguien difundió gratuitamente música infantil y, más tarde, otro vecino ignoto enchufó los éxitos de los últimos diez o quince veranos (macarenas, aserejés y venaos), himnos también de la masa sudorosa y eufórica.

 

Si algo está dejando claro esta situación es que el ser humano es, como dijo Aristóteles, un ser o animal político, imposible de entenderse a sí mismo sin pertenecer a una comunidad y que en cuanto se queda solo o aislado, grita a los cuatro vientos: "¡A mí la Legión!".