Tras lo vivido esta mañana, escribo en un estado mezcla de estupefacción, satisfacción y agradecimiento. Mi amigo Emilio Lobato propuso en su centro, el I.E.S Romero Esteo de Málaga, elaborar una serie de situaciones de aprendizaje de las que pide la LOMLOE, basadas en Operación Artemisa. Hace un mes o así me preguntó si podría ir una mañana a ver unas "cositas" que habían hecho sobre la novela. Aparte de la invitación, desconocía absolutamente lo que habían pergeñado ni qué iba a pasar tal día como hoy.
Así las cosas me presenté, en compañía de mi amigo Fran Cuevas Alzuguren, un poco antes de tiempo. Emilio nos pidió que esperáramos unos minutos en una cafetería cercana para terminar de prepararlo todo. Así lo hicimos.
Ya en la puerta del recinto comenzó a sonar "Así habló Zaratustra" de Strauss. El profesor de plástica, ataviado con un mono blanco tuneado con enigmáticos signos, me dio la bienvenida en inglés a la base Shackleton (que es donde sucede casi toda la trama). En los escalones de la entrada se podían leer las frases que adornaban los pasillos del escenario de la novela. Entonces aparecieron varias parejas de alumnos y alumnas portando unas banderas de creación propia que representaban a la Tierra, la Luna y a la propia base. A continuación, comenzaron a salir más y más alumnos ataviados con monos blancos. Tras un apunte coreográfico de bienvenida, interpretado por una alumna, María José, otros dos alumnos, Salma y Adan, se acercaron y se presentaron como la comandante Karalis y Alexander Marchand, protagonistas de la novela. Este último me invitó a entrar e hizo las veces de cicerone durante el resto de la visita. Yo, por mi parte, me limitaba a tener la boca abierta, preso de un asombro que es difícil de cuantificar.
Justo en la puerta me recibieron dos conserjes tocadas con sendas pelucas de colores, las cuales me ofrecieron un viaje por la Luna. En una de las paredes del mismo hall había un gran mural excelentemente pintado con una de las escenas principales de la obra y en las escaleras centrales pude releer los versos del primer poema en lunés, creado por Karalis, en versión original y en castellano. Alexander Marchand me habló de su sueño recurrente, un hombre entrando en el bosque, mientras me mostraba un dibujo que lo representaba y que había sido pintado en una puerta cercana. Era la puerta de la biblioteca y por ahí accedimos a la exposición propiamente dicha.
Alexander continuó explicándome todo lo que había allí: basalto que imitaba el regolito lunar, libros de literatura selenita, estudios sobre el suelo y la geología lunares, información sobre la planta artemisia, que había sido cultivada en una maceta por una alumna a partir de las semillas; una copia de la tesis de Alexander Marchand, un maletín con cajas de medicamentos para el "mal lunar", además de muchos paneles con dibujos sobre escenas de la novela, documentación sobre viajes a la Luna, imaginativos alfabetos del idioma lunés, recreaciones de futuras guerras mundiales, etc. Un trabajo de investigación que ha supuesto un esfuerzo enorme del alumnado en distintas materias y con el que seguro que han aprendido de forma lúdica, la mejor receta contra el olvido.
Mientras escuchaba atentamente las explicaciones de Marchand, me di cuenta de dos cosas. Había un alumno en una silla de ruedas, que imitaba a un personaje de la novela. Oía también un fondo musical. Era la Gymnopedie nº 1 de Erik Satie, tan importante para el argumento. Pero es que además no se trataba de una grabación, sino de un alumno de 3º de ESO, Jesús, que la interpretaba perfectamente.
Nos desplazamos hacia el fondo de la biblioteca donde había un enorme mural con una nave alunizando. Allí se desarrolló una interpretación de danza minimalista y exquisita, de nuevo a cargo de la alumna María José. Tras ello los profesores invitaron a los alumnos/as a sentarse enfrente de mí para que les hablara un poco del proceso de escritura y les leyera algún poema o relato, cosa que hice con mucho gusto.
De pronto apareció una profesora, Carmen, que colocó unas luces en el suelo, activó una música y dio paso a un grupo de alumnos/as que llevaron a cabo una pequeña obra de teatro sobre Nannar, uno de los mitos que se relatan en la novela.
Me di cuenta de que algo se cocía en la otra parte del espacio expositivo. Alguien (todavía no sé quién o quiénes) habían cocinado dulces selenitas, estrellas de bizcocho y rosquillas interestelares o algo así.
Cuando ya creía que todo había terminado, aparecieron inesperadamente unos alumnos/as de bachillerato gritando "¡selenitas! ¡selenitas!" y leyeron un manifiesto sobre la independencia de la Luna. Al acabar, me hicieron entrega del único ejemplar que existe de la Constitución de la Luna, un trabajo que han estado haciendo con su profesora de Filosofía, Ofelia.
Para finalizar, Emilio Lobato proyectó un divertido vídeo en el que recogía extractos de varios trabajos que había hecho el alumnado de 2º de bachillerato.
En resumen, una jornada muy intensa que me ha dejado en estado de shock. Llegó un momento en que poco a poco conseguí olvidar quién era el autor de la novela que había motivado todo aquello para pasar a disfrutar de la creatividad y el entusiasmo de este centro que lleva el nombre de uno de mis maestros.
Nada más empezar la actividad me acordé de aquella frase de Lorca: "El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana". Innovaciones educativas como esta consiguen que la educación se haga también más humana y se levante del libro, ya sea el de texto u Operación Artemisa. La sensación que tuve todo el tiempo fue la misma que experimento cuando escribo teatro y veo cómo hablan y se mueven por el mundo los personajes que uno ha inventado en soledad.
No puedo terminar esta apresurada reseña sin agradecer a todo el alumnado y a los profesores Raúl García Puente, por el excelente trabajo realizado desde el departamento de Educación Plástica; a Ofelia García Arce, coordinadora de la redacción de la constitución selenita; a Amparo Fernández Luna, por su labor de investigación sobre la artemisa y la geografía lunar; a Mª Ángeles Lanzac, Gabriel Canón, Pilar Ríos y José Miguel Jaenal, por su ayuda en el montaje de toda la instalación, sin la cual nada de esto podría haberse conseguido; a Carmen Torres por dirigir la bonita representación del mito de Nannar; a la profesora de Tecnología Margarita Mora Anaya, por sus aportaciones y su interés en que este proyecto sobre mi novela se realizara, y a la profesora de Música Rosana Meneses Lavín. Y cómo no, a mi amigo y, sin embargo, agente literario, Emilio Lobato Montes. Al montarme en el coche para volver a casa le confesé a Fran que me pasa como a Serrat en aquella canción sobre los amigos:
"los tengo muy escogidos, son
lo mejor de cada casa".
Corría el año 1864. El joven Nietzsche estaba a punto de terminar sus estudios secundarios en el muy prestigioso instituto/internado Schulpforta de la ciudad de Naumburgo. Esta institución (que continúa hoy día con sus actividades) se encuentra en un edificio, medio castillo, medio monasterio, y en aquellas fechas se regía por una severidad que hoy día no podemos ni imaginar: horarios reglamentados durante toda la jornada, sobriedad, altísima exigencia académica... Nada mejor que el adjetivo "prusiano" para definirlo. Imagino a aquellos adustos y severísimos profesores germánicos exigiendo sin descanso esfuerzo y disciplina al sumiso alumnado.
Se estarán preguntando a cuento de qué viene este revival educativo. Paso a explicarlo y qué relación tiene con la nueva ley educativa que se va a implantar en España (y juro que he perdido la cuenta).
Cuando el imberbe (mejor dicho, "imbigótico") Federico Nietzsche quiso marcharse con su título, resultó que no había superado las matemáticas. El profesor en cuestión consideraba que el prestigio de tan rigurosa institución se iba a desmoronar al (y verán cómo les empieza ya a sonar el asunto) "regalarle" el título a ese muchachito. El resto del profesorado se opuso a esta opinión y presionó, no para que lo aprobaran, sino para que le dieran el dichoso título sin aprobarlas. Por suerte lo consiguieron y el futuro filósofo pudo seguir su carrera dando clases en Basilea y generando ideas que trastocarían para siempre el pensamiento europeo. Y aquí quería yo llegar.
Como quizá sepan algunos/as de ustedes, a partir de este curso en España, un alumno/a que suspenda una materia podrá obtener el título de bachillerato, si se dan ciertas circunstancias: asiste a clase, se presenta a todas las pruebas y tiene una media superior a cinco entre todas las asignaturas. Pues bien, ya han empezado a sonar las trompetas del apocalipsis: que si la ínclita "bajada de nivel", que si los "regalitos", que si el acabose (otro más) de la educación, la cultura y la civilización occidental...
Este artículo ha sido escrito con la esperanza de que aquella justa decisión de 1864 pueda servir de ejemplo para evitar un excesivo rasgado de vestiduras. Siempre ha habido alumnos/as a quienes se les ha atascado (o les han atascado) alguna asignatura y los/as docentes han aplicado la excepcionalidad sin que el mundo se suma en la barbarie (al menos por esa razón). Como ya he dicho otras veces, no se trata tanto de "bajar el nivel", como de tener un alto nivel de perspectiva, empatía y sabiduría. De esa forma no cercenaremos posibles brillantes carreras por una pequeña parte proporcional del expediente (en nuestro caso 1/20), lo que contribuiría a "bajar el nivel" intelectual y científico de la sociedad en su conjunto.
Por primera vez en la historia de este blog voy a ceder la voz y el espacio a un autor invitado, el profesor Emilio Lobato Montes, que ha tenido a bien escribir una reseña sobre Operación Artemisa. Tiene la palabra:
"Operación Artemisa es el título de la fantástica narración de ciencia ficción que el poeta y polifacético creador Ángel Luis Montilla Martos acaba de publicar bajo el cuidado de la editorial Círculo Rojo. Quienes con buen criterio se hagan con un ejemplar de esta deliciosa novela deben saber, antes de adentrarse en sus primeras páginas, que no solo van a protagonizar junto a sus personajes principales una misión llena de retos, intriga/s y hechos insólitos, sino que, transportándose a un futuro donde el hombre ya ha logrado colonizar el satélite de su propio planeta, podrán también habitar un mundo en el que la silenciosa y asombrosa belleza del espacio y los paisajes lunares convive con la fascinación por la poesía, la mitología, la música, la astronomía y la ciencia.
La lectura de una obra literaria es siempre un inteligente y generoso ejercicio de complicidad, y en la escritura de Ángel L. Montilla, tanto en el verso como en la prosa narrativa, esta experiencia suele ser especialmente fructífera y placentera. Queda claro que Montilla lo ha pasado en grande durante todo el proceso de preparación y creación de Operación Artemisa. Ante todo, concebir esta emocionante y, en algunos momentos, sorprendente historia en la Luna le ha brindado la posibilidad de revisitar y recrear algunas de sus inquietudes y aficiones más queridas y recurrentes. Como en algunas de sus colecciones poéticas, en esta su primera novela se atesoran, unas veces de forma expresa, otras de forma velada, no pocos homenajes y tributos a hitos de la literatura, el arte y la cultura antiguos, modernos y contemporáneos. Algunos de estos guiños encierran además valiosas claves que se reparten a lo largo de la obra para que el lector curioso y agradecido las reconozca, las interprete y, en la misma medida que el autor, las disfrute.
Junto a la cuidada ambientación y los misterios de su trama, Operación Artemisa es también el resultado de un minucioso trabajo de documentación y recopilación eficazmente aprovechado. La inclusión de todo un amplio repertorio de materiales y referentes culturales y artísticos que tienen que ver con lo lunar (hermosísimas narraciones mitológicas, obras maestras de la literatura y el cine, exquisitas piezas musicales) enriquecen un relato que amplía y trasciende el género al que se adscribe ya desde su título y desde el arranque de su acción principal. Operación Artemisa no es solo una novela de ciencia ficción. Tampoco es un ejemplo del subgénero de la ciencia ficción fantástica. Se trata de un ensamblaje muy personal y muy original de géneros, motivos y temas diferentes, todos ellos magistralmente integrados y armonizados alrededor de un hilo argumental que se centra en los periplos y las peripecias del botánico terrícola Alexandre Marchand y la comandante selenita Artemisa Karalis.
La narración se va construyendo a través de las numerosas cartas que estos dos personajes, Marchand y Karalis, remiten a sendos destinatarios. Dichas correspondencias se alternan a modo de capítulos y nos hablan de vidas que en un principio no parecen guardar relación aparente pero que poco a poco van aproximándose hasta revelar un pasado común y converger finalmente en un destino compartido. La fórmula epistolar es el cauce perfecto para que junto a la trama central fluyan interesantes y sugerentes anécdotas familiares, curiosidades científicas, reflexiones e, incluso, creaciones poéticas.
Y es que uno de los aspectos que hacen de Operación Artemisa una novela muy atractiva es el lirismo que envuelve muchos de sus episodios y escenas. No podía ser de otra manera: la poesía es el lenguaje que Ángel Montilla más ha cultivado hasta el momento. Lo lírico aparece en la descripción y la simbología de los sueños y en los preciosos mitos lunares que crearon las diversas culturas antiguas y que se intercalan como historias independientes en muchos capítulos. Pero la poesía tiene todavía mayor presencia en los versos de algunos de los nombres importantes de la lírica universal (Percy B. Shelley, Whitman, Lorca) que le cantaron a la luna y, sobre todo, en las composiciones de poetas selenitas, entre ellas alguna de la comandante Karalis. Estos pasajes son una buena muestra de los divertimentos metaliterarios que amenizan esta lectura y que con total seguridad despertará una sonrisa cómplice en más de un lector.
La creación de esta nueva tradición literaria de escritores nacidos en la Luna y la inclusión de algunas muestras de su lírica, junto a otros tantos detalles (la mención a un idioma lunés, los curiosos avances tecnológicos), dan cuenta de lo rica y compleja que es la recreación del universo en que transcurre Operación Artemisa. En él se funden realidades y concepciones que proceden tanto del ámbito científico como del humanístico. Esta visión global revela un claro interés del autor por ofrecernos un análisis completo y profundo de lo humano.
En su novela Ángel Montilla nos habla también de tensiones, dinámicas y circunstancias sociales y políticas que no son nada ajenas a nuestro mundo actual. La ciencia ficción ofrece así una valiosa oportunidad para que podamos contemplarnos más lúcidamente desde la perspectiva del futuro y para que podamos comprender mucho mejor nuestro presente. Relacionados con este aspecto de la obra encontramos momentos y situaciones que, a modo de pequeñas pinceladas narrativas, nos recuerdan a otros subgéneros como las historias de espionaje o el thriller político. La convivencia en la Luna entre los ciudadanos terrícolas y los selenitas se ve comprometida por una serie de conflictos que amenazan la paz social. En esa coyuntura, la comandante Karalis tiene una relevancia crucial. El protagonismo de lo femenino y la incorporación (y reivindicación) de una sensibilidad feminista en la historia es otro de los grandes aciertos de este relato.
Por la suma de todos estos aspectos y elementos de procedencia tan diversa y el compendio de temáticas y géneros tan variados, Operación Artemisa se nos antoja como una suerte de obra total. A pesar de no ser extensa, la novela es un auténtico microcosmos donde quedan reflejadas problemáticas de la condición humana a través de las aspiraciones, los sueños y los ideales que encarnan los personajes protagonistas.
Resulta además inevitable disfrutar de la lectura de Operación Artemisa con la mirada de un espectador acomodado ante la gran pantalla de una sala de cine. Los trayectos y las evoluciones de las naves espaciales, los escenarios y los paisajes lunares (tan icónicos), los momentos de acción, las actitudes sospechosas e intrigantes de algunos personajes y, sobre todo, el impactante final en el que desembocan los acontecimientos recuerdan, salvando las muchas distancias expresivas y estéticas, el encanto y la magia de algunas joyas del séptimo arte, de algunos clásicos de la ciencia ficción como los que nos regalaron para siempre secuencias tan memorables como el monólogo del replicante poeta Roy Batty o la imagen hipnótica de la Discovery 1 navegando al suave ritmo de los valses de Strauss.
Si aún no han conseguido un pasaje en el vuelo regular que llevará a Alexandre Marchand a la difícil misión que le ha sido encomendada, no lo duden. Acompáñenlo. Alunicen con él en la base Shackleton, alucinen con el insospechado desenlace de esta maravillosa aventura en el futuro".
Emilio Lobato Montes
15-1-2022
Uno escribió un libro hace años que tenía el número uno en el título. En él quería reflejar la multiplicidad del universo que, forzosamente, tiene que pasar por el ojo de la aguja de uno mismo o misma. Nada son galaxias, abedules, imperios, sacapuntas, ironías, nubes o barras de pan sin que el yo pensante, sintiente, comiente, tocante... lo aprehenda.
Paseo por los parques vacíos este primer día del año que quizá contenga alguna puerta de salida. Hay patos que me miran, deseosos de que lleve una bolsa de pistachos del cotillón (que no ha existido).
Una niebla implacable difumina la perspectiva, oculta las cimas de los montes y el manso (imagino) vaivén de las olas del cercano Mare al que llamábamos Nostrum (menuda arrogancia grecolatina).
Algunas flores atrevidas se asoman para anunciar tímidamente una primavera todavía lejana.
Supongo que en los televisores compiten por la escasa audiencia valses, saltos de esquí y refritos de la noche anterior, metáfora de los restos de una cena de la que no quedará ni una uva. Yo me comí (dos veces, una a la hora de Japón y otra a la de la Península Ibérica) doce rodajas de plátano en homenaje a las gentes que vivieron, como aquel novelista pijo y alcoholizado, bajo el volcán.
Recibo un vídeo. Unos niños corren por otro parque al norte de Osaka, volando una cometa blanca que resalta entre las ramas negras de los cerezos adormecidos, como en un relato que también escribí hace ¡décadas!
A lo lejos parece que viene alguien corriendo muy lentamente: otro que huye de su colesterol.
Una madre con un carrito, harta de ver platos sucios y confeti pegado en las copas, ha salido a airear su retoño y dar vueltas, como yo, a un lago artificial, en el que bucean, medio autistas, medio sabias, tortugas de varios tamaños.
Una banda de jilgueros huye al oír mis pasos.
Las palomas picotean los restos del pan que una vieja les tiró el año pasado, ese en el que perdimos, entre otras muchas cosas, el centro de gravedad permanente.
Este día, como los demás, carece de moraleja. Y también como los demás, deseo que este año del tigre les vaya mucho mejor que el anterior, cosa que no va resultar, intuyo, demasiado difícil.
Vuelvo a esta palestra después de mucho tiempo, movido por un tema que me atañe profesionalmente. En distintos foros docentes prolifera una serie de banderías, sectarismos o como queramos llamarlo, entre, por ejemplo, reivindicadores de la memoria versus de metodologías activas, innovadoras contra tradicionalistas, etc. De toda esta liga sin premio ni tabla de clasificación me apetece comentar la de quienes piden más esfuerzo al alumnado versus quienes buscan más su bienestar emocional y social.
La petición de esfuerzo al alumnado es legítima y razonable. En la vida postacadémica nuestros alumnos y alumnas no van a encontrar más que esfuerzo y más esfuerzo. No hay otra. El problema no radica en esforzarse per se. Lo primero que hay que analizar es de dónde se parte para llegar a dónde. Me explico. Imaginemos a Julia y a Julio. Los padres de Julia son abogados, médicos, profesores o algo por el estilo. Los de Julio son amos de casa, parados, trabajadoras eventuales del campo o de la hostelería. Julia tiene la casa llena de libros y Julio, llena de... nada. Los padres de Julia la llevan al teatro en Londres y a conciertos de Mozart en Salzburgo. Los de Julio, al parque infantil gratuito, a ver blockbusters el día del espectador y al Mercadona a comprar marca blanca. El sistema educativo no puede hacer lo mismo con los dos. Eso se llama equidad compensatoria, pero el sistema, por inercia, por comodidad o por razones presupuestarias, opta por la tabla rasa igualatoria. Súmenle a las diferencias sociales las particulares, psicológicas o actitudinales, derivadas de lo que ha venido en llamarse inteligencias múltiples, las cuales muchos/as intentan menospreciar, obviando lo que tenemos delante de las narices, a saber, que Messi tiene muy desarrollada la inteligencia kinésica, pero no la lingüística y que a Neruda o a Balzac les pasaba lo contrario. Circula por ahí un chiste gráfico en el que un profesor sentado en su mesa explica a un mono, un elefante, un pez, una foca y un perro que el examen consistirá en subirse a un árbol.
Los detractores de este razonamiento argumentan que hay cosas que hay que saber sí o sí y que no exigirlas llevará al sistema al declive intelectual y, por ende, al fin de la cultura y la civilización. Semejante amenaza la llevamos escuchando ¿cientos, miles de años? En tablillas mesopotámicas y textos de la Grecia clásica ya hay vaticinios de ese tipo. Nada nuevo bajo el sol. Cuando llegó la ley de Villar Palasí ya se dijo que el apocalipsis acaecería más o menos allá por 1980. Luego vino la LOGSE y más de lo mismo. Muchas arquitectas, poetas, astrónomos y neurocirujanas actuales estudiaron con esa ley en el sistema público y no se acabó el mundo (una vez más). Ahora le toca el turno a la LOMLOE. Ya se oye por ahí que se van a regalar los títulos de Bachillerato y no sé cuántas cosas más. La verdad es que quienes trabajamos a pie de aula sabemos que, desde siempre y de facto, pocas veces se queda un alumno/a fuera del sistema porque se le atraviese una materia o un profesor/a. Se le buscan las vueltas para que llegue tarde o temprano a la sacrosanta selectividad. Lo que va a hacer la ley es sancionar un uso ya establecido y que además no es exclusivo del nuevo sistema español.
La ministra ha dicho en la prensa que no se trata de menospreciar el esfuerzo, sino de motivar para el esfuerzo. Cada cual se esfuerza lo que quiere, pero también lo que puede. Es el sistema el que se tiene que esforzar en que el alumnado quiera esforzarse y para ello necesitará varias cosas: que la administración rebaje la ratio y la burocracia y que cambien de una vez por todas metodologías y sistemas de evaluación/calificación, para lo que se necesita que los contenidos no sean tan teóricos, tan enciclopédicos ni tan academicistas como lo son hasta el día de hoy. Cualquier ciudadano/a puede hacer la prueba del algodón e intentar recordar un porcentaje razonable de las fechas, reyes, fórmulas y afluentes que le metieron en la cabeza durante sus años mozos. No se pueden adaptar, tal como marca la ley, la metodología ni la evaluación si hay que impartir tantísima información no pertinente.
No quiero entrar en disquisiciones demasiado políticas, pero da la impresión de que muchas veces coincide que quienes más arriba están en el escalafón social, más apelan al valor del esfuerzo, cuando son quienes menos lo necesitan, ya que parten de posiciones más ventajosas. Los defensores/as de la meritocracia son casi siempre los que menos méritos han tenido que demostrar para alcanzar sus posiciones. No parece casualidad que la segunda persona más rica de España sea la hija del más rico. Existen individuos/as que salen de la (casi) nada y consiguen un imperio, pero no podemos hacer depender un sistema de esos memorables, ultra-publicitados y escasísimos ejemplos. La verdad es que, según algunos estudios, el alumnado de baja extracción social tiene casi siete veces más posibilidades de abandonar los estudios que los de la parte alta de la tabla.
Y ya puestos a comentar novedades de la nueva ley, aquí va un parrafito/excurso sobre los famosos exámenes extraordinarios de septiembre. Todos y todas las docentes saben de sobra que se presenta un diez por ciento del alumnado y aprueba un veinte de ese diez (grosso modo). Es decir, que son una disparatada pérdida de tiempo y de dinero que pone en evidencia al sistema mismo, ya que propugna que un alumno/a aprenda en dos meses (en realidad dos semanas cortitas) y fuera del aula lo que no ha aprendido en nueve dentro de la misma. Eso sin contar que suponen un problema de organización de matrículas, grupos y plantillas docentes que retrasa la organización de los centros hasta la segunda semana de septiembre, dejando literalmente cuatro o cinco días para matrículas, plantillas, grupos, optativas, horarios... Una locura sin parangón que intuirán todos/as ustedes y corroborarán mis compañeros/as que trabajan o han trabajado en equipos directivos.
Vaya, parece que me he calentado y me ha salido el artículo demasiado largo. Esto se deberá, supongo, a que, como les dije al principio, me interesa el asunto y por eso lo he escrito sin ningún esfuerzo. Quod erat demostrandum.
Hay un colectivo de personas que está haciendo más ruido del que le corresponde proporcionalmente. Son los llamados negacionistas. Estoy muy interesado en ellos/as porque provienen de ideologías y/o psiques muy dispares. Encontramos postjipis antimedicina oficial junto a jóvenes pijos ansiosos por irse de farra, personas de ideología contraria al gobierno de turno en cada país, terraplanistas de youtube, trumpistas sobrevenidos, anarcoides diletantes y la clásica y minoritaria reata de iluminados del quinto milenio, cuestionadores de cualquier cosa menos de ellos mismos.
Estaremos de acuerdo en que siempre y en todos los sitios ha habido un reducto de incomprendidos que no comprenden ni aceptan la realidad que les ha tocado vivir. Algunos de ellos han sido grandes cerebros y almas que han llegado a cambiar esa realidad a base de investigar, escribir o convencer, a veces post-mortem. Ahí están Jesús de Nazaret, Marx (Karl), Freud, Buda, Galileo y demás. Y también coincidiremos en que a la sombra de estos gigantes surgen imitadores del tres al cuarto que se creen (como los primeros) en posesión de la verdad y que, como en el chiste del conductor que iba en sentido contrario por la autovía, piensan que todos los demás están equivocados.
Lo que está ocurriendo ahora es que quizá este porcentaje de inconformistas, autoalimentados mediante las nuevas (ya no tan nuevas) tecnologías, han crecido y se han hecho oír, como decíamos, un poco más de lo que les corresponde proporcionalmente. Pienso que esto es debido a una sola razón: el miedo.
Aunque los negacionistas crean que no les va a pasar nada si no se vacunan o si no usan las mascarillas, en realidad son los que más miedo tienen, porque su reacción no es al virus, sino al cambio de paradigma. Es el fruto de no querer aceptar que estamos ante un problema de dimensiones colosales. Niegan la realidad porque no la entienden o creen entenderla de otra forma. Da igual, al final lo único que tenemos es gente asustada que no acepta que las reglas del juego han cambiado y que cree que negándolas va a desaparecer, cual avestruz que mete la cabeza en el agujero (cosa, por cierto, no rigurosamente cierta). Para ellos/as, quienes seguimos (y hacemos seguir) las indicaciones de los especialistas sanitarios somos meros peleles del sistema, timoratos obedientes de los medios y de conspiraciones extrañísimas en las que se mezclan las churras con el 5G.
Lo malo de todo esto es que su pánico a afrontar la realidad está empeorándola, al practicar y fomentar conductas insolidarias y peligrosas para el conjunto de la sociedad. Algunos de ellos, por desgracia, ya han probado su propia medicina y han fallecido. Llámenlo karma, coherencia cósmica, justicia poética o simple mala suerte, esa cosa que nos cuesta tanto aceptar cuando nos creemos más listos que nadie, aunque en el fondo estemos temblando como un corderito.
Ayer vi en un documental sobre Chernóbil una escena en la que un antiguo habitante de la zona volvía al bloque de apartamentos donde había vivido hasta el 26 de abril de 1986. El cámara y él paseaban por un laberinto apocalíptico de paredes putrefactas, suelos levantados, escombros, hierbas insospechadas colándose por cualquier ranura... Y en un giro fugaz de la cámara, que duraba un segundo o menos, se veía una habitación en la que alguien había olvidado un piano de pared.
Hay imágenes que llaman poderosamente la atención, que contactan con zonas arcanas del inconsciente individual o colectivo y con un poco de suerte acaban convirtiéndose en símbolos. Dejo a los imaginólogos el trabajo de estudiar a fondo ese misterioso proceso.
La cuestión es que ese piano me provocó cuatro ideas que paso a explicarles.
La primera, de carácter socio-histórico, fue que en viviendas tan humildes como esas hubiera un lugar y un tiempo para la música. El pueblo ruso ha demostrado con creces a lo largo de la historia su apego a esta arte intangible y ni el materialismo soviético se atrevió a menospreciarla.
La segunda, de carácter poético, fue la primera estrofa de la rima VII de Bécquer, que uso en clase para explicar que el orden sintáctico normativo es más ilógico que el orden irracional de la poesía:
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
La tercera, de carácter histórico-naval, fue la famosa imagen (o idea) de los músicos del Titanic, tocando valses vieneses mientras el mundo se iba a pique. El contraste entre el abandono del piano y el tesón de los músicos activó un puñado de neuronas que no sabían muy bien qué conclusión sacar de todo aquello, así que desistieron y se pusieron a pensar en otras cosas.
La cuarta me llevó al presente. Las neuronas antes mencionadas se volvieron a congregar para comparar la imagen del documental con los conciertos multitudinarios en medio de la segunda ola, los teatros semivacíos y otras noticias relacionadas con las artes, que nos llegan mientras tomamos infusiones y leemos por fin a los clásicos, tanto tiempo postergados. Al final, las pobres volvieron a desistir y se pusieron a recordar atardeceres, a retocar versos, a cortar calabacines y a escribir artículos como este, que no tiene ni mucho pie ni mucha cabeza. Es decir, casi como la vida misma.
Ustedes perdonen.
Cuando estábamos a punto de sufrir ya el síndrome de abstinencia, por fin llega otra ley de educación. ¿Qué haríamos docentes, familias, alumnado y "tertulianado" sin una nueva ocasión para enfrentarnos, hablar sin saber demasiado y recordar aquella distorsionada época dorada llamada "en mis tiempos"?
Como las anteriores, esta ley viene cargada de buenas intenciones. Como las anteriores, viene vacía de dinero (por el momento). Y como dice un refrán que me acabo de inventar, sin guita nada se excita, nada se mueve. Mientras no multipliquen por veinte el gasto que se han visto obligados a hacer en la situación actual, no habrá solución. A nuestro centro (donde hay más de cien profesores/as) han llegado cuatro, cuando debieran haber llegado al menos ochenta para poder abordar de una vez por todas la tan deseada mejora real del sistema educativo. Pero, bueno, tampoco vamos a pedirle plazas al olmo. Eso supondría una inversión tan grande que ningún político estará nunca dispuesto a acometerla.
De esta reforma no me interesa el tema de la lengua vehicular, ni el de las tumultuosas relaciones del estado con la Iglesia y la enseñanza concertada. Verán, no es que no me interese, es que es un tema tan rancio e irresoluble como el de la bajada de la ratio.
Lo que quiero comentar esta vez es lo de los contenidos. A ver si me explico de la manera más clara posible: el currículum es inabarcable. Demasiadas materias y demasiado contenido en cada materia. No hay más que ver la radiografías de las columnas vertebrales de las chicas y chicos de doce años para darme la razón. Esas mochilas no las levanta fácilmente ni el más corpulento profesor/a de Educación Física. No ignoro que hay personas que opinan lo contrario, que los jóvenes no dan un palo al agua y que hay que fomentar la cultura del esfuerzo y demás. Cuando me encuentro con ellos/as, los intento convencer con información atesorada durante los treinta años que llevo en el negocio de la tiza y el boli rojo. Pedir más esfuerzo a los más débiles me parece una pedagogía espartana que quizás algunos/as no practican con ellos mismos/as.
Vaya por delante que me encanta la diversidad de saberes, pero hay un trecho entre que a mí me encante y la considere enriquecedora y que se la metamos en esas cabecitas por decreto y con métodos muchas veces arcaicos y contraproducentes.
Podría poner montones de ejemplos de saberes superfluos de cada materia . Unos están en las leyes y hay que impartirlos con sabia contención, pero otros solo están en las cajas registradoras de las editoriales y las inercias de una parte del profesorado. En cuanto un docente conoce los contenidos del docente de la puerta de al lado, los detecta. Como dijo un compañero hace unos días en una reunión, si a las editoriales se le permite que un libro valga 30 euros, lo rellenarán con información no pertinente (enciclopédica que dijo la ministra) hasta que los valga. Ellos a cobrar, el profesorado a recortar y el alumnado a soportar. Todavía no conozco la ley como para saber si lo que se propone en este sentido es lo que yo quiero que se proponga, pero sonar ya me suena bien.
Para ir concluyendo, que ustedes tendrán otras cosas no superficiales que hacer: es mejor saber pocas cosas bien que muchas mal. Un ejemplo: para saber en qué consiste el arte literario no es necesario conocer la biografía y clasificación de las obras de veinte o treinta escritores/as. Basta con leer a fondo un poema de Lorca, degustando y descubriendo la inmensa belleza y sabiduría que contiene. Tenemos que encender llamas, no ahogar en ríos de datos, fórmulas y conceptos.
Dicen que escribió Plinio el Joven: "Non multa sed multum": No muchas cosas, sino pocas (y bien explicadas). Quien mucho abarca, mucho aprieta. Aunque quizá su Viejo pensaba lo contrario.
[NOTA PREVIA: Escribí esta entrada el 28 de marzo de 2020. Por alguna desconocida razón, no tuve ganas de publicarla, pero la fecha misma puede dar alguna pista]
Seguro que no seré el único al que en estos días le ha venido a la memoria aquella inquietante película de Buñuel. Para quienes no la hayan visto, les diré que cuenta una aburrida cena de la alta burguesía mexicana allá a principio de los años sesenta. Todo es muy normal y convencional hasta que llega el momento de irse. Entonces resulta que nadie se va, que nadie se atreve a dar el primer paso para salir de aquel salón. No hay razón ninguna para no hacerlo, pero no lo hacen. No tiene sentido lo que pasa, de ahí que se considere una película surrealista, aunque eso habría que discutirlo más pausadamente. La decisión de no salir va a más y... quien quiera saber el final, que la vea. Solo diré que el de Calanda aprovecha para darle un repaso ácido a la burguesía y, ya de camino, a la tradición judeocristiana, al relacionar (con el título y alguna escena) la situación con la décima plaga, aquella que Yahvé infligió a los egipcios cuando mandó que su ángel exterminara a los primogénitos no judíos.
Cierto que ahora sabemos por qué estamos encerrados y que tenemos medios tecnológicos para evadirnos mentalmente, pero la situación guarda un inquietante paralelismo por lo que tiene de universal y apocalíptico. Nosotros, la gente que vivía en el mejor de los mundos posibles, sumidos en nuestra virtualidad y nuestra frágil felicidad, pendientes de dietas, pantallas y autorretratos, atemorizados de vez en cuando por terroristas y crisis económicas, hemos visto restringidas nuestras libertades, mermado nuestro consumismo y pospuestas nuestras fiestas populares. Buñuel tal vez diría que estamos pecando por nuestro exceso de superficialidad y egocentrismo, por nuestra prepotencia.
Por mi parte, opino que las cosas pasan porque pasan. No creo que estemos pecando por nada, a lo más por hacer del mundo un pequeño pañuelo. Pienso más bien que somos vulnerables, que siempre lo hemos sido y que ocultarlo tras una cascada de risas y rosas enlatadas ha sido contraproducente. Hace más o menos cien años, tras una horrorosa guerra, el mundo se puso a bailar el charlestón y a beber champán en grandes mansiones cuando "París era una fiesta", pero un jueves de 1929 explotó la bolsa de confeti y comenzó otra triste historia de hambre, guerras y populismos. No digo que la historia se repita rítmicamente, pero quizá nos vendría bien tomar nota de caídas anteriores.
Y por eso mismo tampoco me voy a subir al carro de los agoreros y casandristas. Precisamente el exceso de fines del mundo que hemos estado consumiendo durante años, vía medios de comunicación, ha impedido que cuando ha llegado una amenaza de verdad le hayamos hecho menos caso que al pastor que anunciaba cada día la llegada del lobo.
Saldremos de esta, como salimos de males y epidemias pasadas. El ángel exterminador levantará el vuelo hasta cuando sea y volveremos a olvidar nuestra vulnerabilidad colectiva.
Yo también creía que no iba a volver a escribir en este blog. Han pasado siete meses más o menos sin que tuviera tiempo o algo que contar que no fuera darle vueltas al famoso tema que nos tiene acordonados, amordazados y estupefactos. Una buena razón me ha traído de vuelta. Durante este tiempo he podido reseñar varios libros y alguna película que me han gustado especialmente, pero al final ha sido por un libro conmovedor y cercano.
Hace tres años en septiembre estaba en mi despacho de jefetura de estudios y recibí la visita de un profesor que venía a explicarme que no se podría incorporar porque tenía un problema médico que lo iba a llevar al quirófano. Sonaba mal lo que me contaba, lo mismo que me sonaba mal tener una ausencia prolongada a principio de curso sin saber si habría rápida sustitución. Me dio mala espina este inicio porque (el inconsciente es un tirano irracional) el profesor en cuestión se parecía físicamente a (y era de la misma materia que) otro anterior que había resultado un desastre total en todos los niveles posibles. Al poco tiempo me enteré de que este profesor con ese problema de salud era youtuber, una ocupación que en esos días no conocía demasiado bien y que tenía asociada básicamente a niñatos hiperactivos adictos a los videojuegos. Por momentos pensé que el día menos pensado el profesor se iba a enfadar con el centro por alguna ignota razón (ya digo el inconsciente es un... mejor me callo) y nos iba a poner de vuelta y media en el e-mundo. Pasó el tiempo y lo que ocurrió fue exactamente lo contrario de lo que el inconsciente había previsto. Juan Naranjo, conocido extramuros del instituto como Juanito Libritos, resultó ser un excelente profesor y compañero, presto a arrimar el hombro. Durante mi primer año como director le pedí que llevara la coeducación en el centro. Se puso manos a la obra y lo hizo muy bien.
Un día estábamos en la sala de profesorado hablando de literatura y me confesó que estaba escribiendo algo así como una novela. Otro día lo vi con una especie de cartapacio lleno de hojas y me concretó que se trataba de una novela gráfica. Pasó el tiempo, contactó con una editorial y fue dando pinceladas de lo que contenía. Y ayer, por fin, tras varios aplazamientos por el tema de marras, se presentó oficialmente Mariquita. Ha llegado a mis manos esta mañana y ya (son las 20:23 de la tardenoche) la he acabado.
Se trata de un relato autobiográfico terapéutico magistral en el que conviven rasgos de humor de alta calidad con momentos desgarradores. El lector se siente en una montaña rusa de emociones, llevado por los carriles de una prosa ágil, fresca, divertida, inteligente y honesta que no puede dejar indiferente a nadie. Los dibujos, deliberadamente ingenuos, acompañan, enmarcan y subrayan una narración que no languidece en ningún momento.
No cabe duda de que Juan Naranjo ha sufrido y disfrutado escribiéndola y esos disfrutes y sufrimientos los ha transmitido a la perfección a los lectores.
Por el título quizá adivinarán que el tema central es la homosexualidad y que esta historia que les comento es una sucesión de acoso, insultos, frustraciones y descubrimientos, de decepciones y esperanzas que nos emocionan fuertemente.
Pero lo mejor es el final. No lo voy a contar, pero ustedes lo pueden imaginar si el autor es quien es, un profesional de la educación con varias carreras y autor de un libro como este.
Para mí y para mis compañeros/as es un honor compartir aulas, pasillos y salas con un autor que ha tenido el valor de sacar su primer libro en este maldito año que estamos deseando que concluya. Dentro de diez, de quince diremos: "Ah, 2020, el maldito año de la pandemia; sí, el año esperanzador en el que se publicó Mariquita".